(cheun rume)

 

20110508

El último penquista

Hay dos realidades aparentemente opuestas que hoy se conjugan en nuestra ciudad. Me gusta pensar que eres tú también un habitante de este pueblo olvidado. Sin embargo creo que ya con seguridad puedo bautizarme como el último penquista. El último individuo que se resiste a perderse en la insolvencia y en la inconsciencia. De esto precisamente se nutren ambas realidades. Aún cuando en la forma parezcan totalmente opuestas, en el fondo son quizás una consecuencia de mi bautizo.

Tú. Sí, tú, quien lee esto sin prestarle atención. Tú que te dices vivo, que te dices sabio. Tú que crees conocer los misterios de la ciencia y la metafísica. Tú eres también parte de mi ficción. Permíteme la descortesía de ser yo quien te defina e ignore tu divino derecho al ser. Tú, pequeño lector, hediondo burgués, no eres sino lo que yo quiera que seas. Y en esta ocasión te presento e imagino como alguno de mis desertores. Traidor a la patria pura que alguna vez vivimos. Tú, que no existes sino al leer estas líneas, que no lees pues te niegas a existir y que no existes pues sólo yo te he creado, me habrás de encontrar razón, cuando me declare como el último penquista.

Ambas realidades se observan una tarde de viernes. O una noche de viernes. Entre diez y once de la noche más precisamente. Durante esta hora inquietante saltan a la luz, o a las tinieblas, las razones del pesimismo que he ido acumulando. Créeme que soy un pesimista nato. Un verdadero condensador de pesimismo. Y es pues bajo esta mirada cesgada en la que se me presenta la primera de las realidades.

Caminando con pausada prisa por los arbóreos confines del libre albedrío, con la arrogante y juvenil intención de esquivar el frío con una bufanda y una camiseta manga corta, se van sucediendo una tras otra las caricaturas de ese instante. Porque son instantes fugaces apenas los que protagonizan estas máscaras griegas. Pasan dos redondas sonrisas parloteando sobre el novio de una tercera. O se agrupan un montón de músculos que representan el milagro del pensar para tomar una decisión que incluye a cuál bar entrar.

En esta realidad alegre de juventud, llena de miradas cómplices, de sonrisas coquetas, de cuerpos adornados y de luces tenues, se confunden mendigos de amistad, pobres de identidad, hambrientos de comunicación. Se enredan las alegrías vanas, intrascendentes, con el deseo de buscar en este vacío alguna profundidad. Se ven los jóvenes de la Plaza Perú en aparente alegría, en profunda comunión, entre risas de segura convicción, pero se asemejan más a comediantes tristes o a correlegionarios idénticos.

Se ahogan en rituales tácitos, juntan las monedas, pierden la vergüenza, van olvidando de a poco la realidad que yo observo para sumergirse cada vez más en la evasión de fin de semana. Sin darse cuenta, un muro de soledad se erige entre cada local, entre cada mesa, entre cada par de individuos. Y todos ellos que parecen compartir, en realidad no hacen más que ignorarse en perfecta comunión. ¡Cómo no lo voy a saber yo! Si yo mismo tantas veces he participado de esta escena pirotécnicamente triste. Tantas veces he atestiguado la fraudulenta promesa de libertad y tantas veces he caído yo en su trampa.

¿Qué libertad nos entregan estos rituales semanales? Si esperamos cada domingo por la condena del próximo amanecer, también despertamos cada viernes con la esperanza en la libertad del atardecer. Y sin embargo, cada siete días nos decepciona lo que nunca hemos alcanzado.

Por eso paso cada viernes frente a esta realidad grotesca con la mayor prisa posible. Envidiando honestamente a quienes se divierten en una mesa compartiendo un jarro de cerveza, pero despreciándolos al mismo tiempo por entregarse al vacío de no asumir su propia verdad. Porque no existe verdad sino la propia, insolente lector. No hay más verdad en estas líneas que la que yo impongo con mis palabras. Y tú, ¿tú?, qué puedes replicar tú sino exactamente lo que yo dicto que puedas replicar.

Defiéndete como puedas, pero este paseo vaporoso entre los edificios coloniales no es mi imaginiación, no es mi ficción como tú. Este paseo vaporoso es la científica observación de la soledad. Aún en compañía, nos encontramos en profunda soledad.

Así sigue uno caminando para adentrarse en una segunda realidad. Lentamente, espaciadamente, van disminuyendo las risas juveniles y los alientos cargados de alcohol. Ya no se escucha la voz amarga de la poetiza que ofrece sus poemas, incluso eróticos, por algunas monedas miserables. De a poco se ven menos parejas por la Diagonal. La noche entrega su calmado manto a la ciudad que ve pasar los últimos buses. La sinfonía infernal de medio día se apacigua al caer la luz. Los ruidos ensordecedores, las bocinas histéricas, los taladros y las grúas, la gente nerviosa que choca entre sí, los vendedores ambulantes que gritan y no dejan caminar, este ballet gris y polvoriento que cada día se representa sobre este escenario penquista, se va al fin a descansar.

Pero, lejos de ser un silencio reparador, la noche desnuda a la ciudad para mostrar todas su heridas y cicatrices. Sin las interferencias de la tarde, se observan los abismales surcos en la tierra, los deprimentes desniveles, las ruinas recurrentes, las construcciones baratas de mal gusto y las penosas fachadas de relleno. Caminando por la calle te encuentras con las putas feas paradas en las esquinas, con los ancianos abandonados en la esquizofrenia y el vino malo, con la indiferencia de quienes vuelven atrasados a sus casas y con jaurías hambrientas que hurguetean la basura. Así esta segunda realidad difiere hasta el infinito de la aparente alegría bohemia de algunas cuadras más atrás. ¿Quién podría condenar la evasión de la compañía en este escenario roñoso? ¿Quién se atreve a exigir fortaleza para enfrentarla si la recompensa es todavía más pesada?

Las calles destruidas, manchadas con sangre araucana y ladrillos desparramados, se coronan con ruinas en poca altura, para quedar a la vista de quién levante la mirada de su vaso colmado.

¿Me entiendes ahora, lector ocasional? ¿Acaso no soy yo el último penquista? El último individuo que mira la libertad con ojos abiertos. El único que aún no arranca como rata, ni a la evasión ni a la distancia. El último penquista que recuerda esas tardes de sol cálido y cielos azules de nuestra inocente niñez. ¡Cómo añoro la alegría verdadera de nuestra olvidada libertad!

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