(cheun rume)

 

20110529

Nebulosa

Yo inventé la vida,
Yo creé la muerte
Las horas del día
Se desvanecen en mi cuerpo
En ningún otro.
¿O acaso otro existe?
Sólo yo puedo
Este atardecer palpar
Y son mis manos
Las que de alfarero me disfrazaron.
Sólo yo creé la vida
Pues sólo yo viviré la muerte.

(Pausa)

Ah!
La noche continua se levanta sobre mi espalda.
Vierais cómo repetía yo los cánticos imaginarios.
Las voces irreproducibles que me inspiraban desde lo alto.
Porque dios sí existe.
Dios no es otro que mi sombra en un día estival.
Lo celeste me completa,
Porque lo celeste es mi escencia primordial.
Como el amor de Platón.
O como la verdad del universo,
Existo sin más,
Sin objeción mayor que mi propia versión de la realidad.
¿La realidad soy yo?
O la realidad sois vosotros, despreciables lectores.
¡Cómo os desprecio!
Diría el poeta de la realidad.
Cómo os envidio.
Diría yo si de querer hablaros se tratase.
Vosotros que no hacéis más que repetir vuestro propio juego
Y yo, ¡os envidio!
Sí es verdad
Os envidio porque vosotros,
Lectores que no leen,
No sois sino lo que yo quiero que seáis.
Y declaro y dicto:
No tenéis mayor deber que complacerme.

20110525

La Ecuación de Zarathustra

Zarathustra presentó el concepto del eterno retorno y del übermensch. Según el sabio persa, retornar siempre al comienzo en todos los sentidos implica necesariamente que todos los hechos, pensamientos, acciones y cualquier otro pecado del individuo, se repetirán eternamente sin importar lo que hagamos para cambiarlo. Es a la vez una bendición y una condena.

Bendición porque entender nuestra condición cíclica, fuerza al individuo a no tener miedo de sí mismo ni de lo que lo rodea, sino a superarse en cada instante pues deberá volver a pasar nuevamente por lo mismo. Zarathustra en este sentido es un liberador, pues enseña el conocimiento de sí mismo y la fuerza de plantarse a hacer lo que a uno le venga en gana. Pero es el eterno retorno al mismo tiempo una condena. Una condena eterna a la insignificancia de la grandeza. No importando lo sublime del individuo, su condición cíclica lo hace confluir finalmente a un estado estacionario, donde, sin importar sus acciones, siempre será oprimido por un orden superior. Es en este caso Zarathustra un verdugo. Su determinismo lo convierte en la antítesis de sí mismo, en un cristiano fervoroso, que condena al hombre a la vida eterna y a la decadencia.

¡Oh Zarathustra! ¡Ateo y creyente al mismo tiempo!

Un individuo, como una relación cíclica y periódica del tiempo, puede representarse como una función φ con dominio en el tiempo y recorrido arbitrario tal que φ(t) = φ(t+T), para todo t y para algún T real conocido o no. En otras palabras, según Zarathustra, el hombre es una función determinística del tiempo que se repite constantemente. Inalterable. Abajo el libre albedrío. ¿En qué se diferencia esto del cristianismo? ¿Acaso Zarathustra también es un filósofo cristiano, moralista, como todos los que él mismo condenó?

Porque de cualquier modo, esta concepción cíclica corresponde a un ideal. Y por ideal entendemos el imperfecto capricho de un orden superior. Sea un dios muerto o sea el determinismo de lo cíclico, lo cierto es quel individuo pierde su libertad en manos de este monstruo llamado tiempo.

Cabe preguntarse dónde queda el superhombre en este modelo. Aquel concepto de vida superior alabado por el ermitaño y forjado a su propia imagen y semejanza. ¿No es acaso Zarathustra el único superhombre quel mundo ha conocido? ¿No es acaso él el único capaz de romperle la mano al tiempo y ser su propio maestro?

Su existencia temporal, acotada a determinado intervalo, le permite a Zarathustra reunir, sumar, moldear a la forma de la verdad, la realidad que le rodea. Haciendo entonces su obra la más grande de las obras, pues es una obra que logra quebrar la secuencia de los hechos. Se puede entonces definir al superhombre según la siguiente relación:

El superhombre, como integrador, se define en un tiempo determinado, entre t0 y tf. En una época en particular. El superhombre, no es cualquier hombre, sino sólo aquel que es capaz de dominar y cambiar el tiempo en el cual se desenvuelve, tomando al individuo original y llevándolo a un nuevo estado superior. El superhombre es así un ser definido por su época, pero que a su vez la define el mismo. De esta forma, rompe con la cíclica condena de su existencia mortal y trasciende en virtud de su valor absoluto. El superhombre no es una función del tiempo continuo, sino apenas de un instante inicial y un instante final. De este modo, pueden entonces distintos hombres tener distintos valores, según cómo se defina el recorrido de la función φ.

En efecto, el valor del superhombre depende de la suma de los hechos “buenos” o positivos y los hechos “malos” o negativos que se desenvuelven en el período escogido [t0, tf]. Si los primeros sobrepasan a los segundos, podremos decir que la función del superhombre tiene un valor positivo y por lo tanto su existencia es una mejora al sistema en el cual se desenvuelve. Por el contrario, para una mayor preponderancia de los hechos “malos”, entonces la función del superhombre tomará un valor negativo y constituirá una muestra del grado de perversión de este individuo particular. De esta forma se puede establecer una jerarquización, una ordenación de los superhombres. Atención, de los superhombres, no de los individuos iniciales.

Un tercer escenario se puede presentar y éste es que la integral definida termine teniendo un valor nulo. En tal caso, ¿es el superhombre efectivamente un superhombre?

Vale la pena detenerse un instante en esta pregunta. Una respuesta afirmativa se sustentaría fácilmente por la definición algebraica que hemos dado de superhombre. Por definición, el superhombre sería un superhombre. Una respuesta negativa, por el contrario, provocaría un debate más profundo sobre la naturaleza del individuo y la correcta aplicación de un cuerpo platónico, como el álgebra, para modelar realidades (sean éstas físicas o psicológicas).

En particular, un valor nulo se podría dar en dos circunstancias: O el individuo no hizo absolutamente nada para demostrar su naturaleza de superhombre (i.e. φ(t)=0, para todo t); o la combinación entre el recorrido de la función y el intervalo elegido es tal, que las áreas bajo la curva se cancelan. En esta última situación, el individuo mantendría una constante lucha para balancear aquello que define como “bueno” con lo que define como “malo”. Con la moral. Un superhombre que en un intervalo arbitrario tenga un valor nulo, es necesariamente un ente moral.

Por ello, Zarathustra predica la destrucción de toda moral. ¿De qué nos sirve un superhombre que es incapaz de superarse a sí mismo?

¿Y por qué debiere servir para algo? ¿No es acaso eso de servir un tipo particular de moral?

Reformulando la pregunta: ¿Existe un superhombre cuando su valor es cero? ¿O es simplemente un payaso que sabe cómo morir?

20110518

20110508

El último penquista

Hay dos realidades aparentemente opuestas que hoy se conjugan en nuestra ciudad. Me gusta pensar que eres tú también un habitante de este pueblo olvidado. Sin embargo creo que ya con seguridad puedo bautizarme como el último penquista. El último individuo que se resiste a perderse en la insolvencia y en la inconsciencia. De esto precisamente se nutren ambas realidades. Aún cuando en la forma parezcan totalmente opuestas, en el fondo son quizás una consecuencia de mi bautizo.

Tú. Sí, tú, quien lee esto sin prestarle atención. Tú que te dices vivo, que te dices sabio. Tú que crees conocer los misterios de la ciencia y la metafísica. Tú eres también parte de mi ficción. Permíteme la descortesía de ser yo quien te defina e ignore tu divino derecho al ser. Tú, pequeño lector, hediondo burgués, no eres sino lo que yo quiera que seas. Y en esta ocasión te presento e imagino como alguno de mis desertores. Traidor a la patria pura que alguna vez vivimos. Tú, que no existes sino al leer estas líneas, que no lees pues te niegas a existir y que no existes pues sólo yo te he creado, me habrás de encontrar razón, cuando me declare como el último penquista.

Ambas realidades se observan una tarde de viernes. O una noche de viernes. Entre diez y once de la noche más precisamente. Durante esta hora inquietante saltan a la luz, o a las tinieblas, las razones del pesimismo que he ido acumulando. Créeme que soy un pesimista nato. Un verdadero condensador de pesimismo. Y es pues bajo esta mirada cesgada en la que se me presenta la primera de las realidades.

Caminando con pausada prisa por los arbóreos confines del libre albedrío, con la arrogante y juvenil intención de esquivar el frío con una bufanda y una camiseta manga corta, se van sucediendo una tras otra las caricaturas de ese instante. Porque son instantes fugaces apenas los que protagonizan estas máscaras griegas. Pasan dos redondas sonrisas parloteando sobre el novio de una tercera. O se agrupan un montón de músculos que representan el milagro del pensar para tomar una decisión que incluye a cuál bar entrar.

En esta realidad alegre de juventud, llena de miradas cómplices, de sonrisas coquetas, de cuerpos adornados y de luces tenues, se confunden mendigos de amistad, pobres de identidad, hambrientos de comunicación. Se enredan las alegrías vanas, intrascendentes, con el deseo de buscar en este vacío alguna profundidad. Se ven los jóvenes de la Plaza Perú en aparente alegría, en profunda comunión, entre risas de segura convicción, pero se asemejan más a comediantes tristes o a correlegionarios idénticos.

Se ahogan en rituales tácitos, juntan las monedas, pierden la vergüenza, van olvidando de a poco la realidad que yo observo para sumergirse cada vez más en la evasión de fin de semana. Sin darse cuenta, un muro de soledad se erige entre cada local, entre cada mesa, entre cada par de individuos. Y todos ellos que parecen compartir, en realidad no hacen más que ignorarse en perfecta comunión. ¡Cómo no lo voy a saber yo! Si yo mismo tantas veces he participado de esta escena pirotécnicamente triste. Tantas veces he atestiguado la fraudulenta promesa de libertad y tantas veces he caído yo en su trampa.

¿Qué libertad nos entregan estos rituales semanales? Si esperamos cada domingo por la condena del próximo amanecer, también despertamos cada viernes con la esperanza en la libertad del atardecer. Y sin embargo, cada siete días nos decepciona lo que nunca hemos alcanzado.

Por eso paso cada viernes frente a esta realidad grotesca con la mayor prisa posible. Envidiando honestamente a quienes se divierten en una mesa compartiendo un jarro de cerveza, pero despreciándolos al mismo tiempo por entregarse al vacío de no asumir su propia verdad. Porque no existe verdad sino la propia, insolente lector. No hay más verdad en estas líneas que la que yo impongo con mis palabras. Y tú, ¿tú?, qué puedes replicar tú sino exactamente lo que yo dicto que puedas replicar.

Defiéndete como puedas, pero este paseo vaporoso entre los edificios coloniales no es mi imaginiación, no es mi ficción como tú. Este paseo vaporoso es la científica observación de la soledad. Aún en compañía, nos encontramos en profunda soledad.

Así sigue uno caminando para adentrarse en una segunda realidad. Lentamente, espaciadamente, van disminuyendo las risas juveniles y los alientos cargados de alcohol. Ya no se escucha la voz amarga de la poetiza que ofrece sus poemas, incluso eróticos, por algunas monedas miserables. De a poco se ven menos parejas por la Diagonal. La noche entrega su calmado manto a la ciudad que ve pasar los últimos buses. La sinfonía infernal de medio día se apacigua al caer la luz. Los ruidos ensordecedores, las bocinas histéricas, los taladros y las grúas, la gente nerviosa que choca entre sí, los vendedores ambulantes que gritan y no dejan caminar, este ballet gris y polvoriento que cada día se representa sobre este escenario penquista, se va al fin a descansar.

Pero, lejos de ser un silencio reparador, la noche desnuda a la ciudad para mostrar todas su heridas y cicatrices. Sin las interferencias de la tarde, se observan los abismales surcos en la tierra, los deprimentes desniveles, las ruinas recurrentes, las construcciones baratas de mal gusto y las penosas fachadas de relleno. Caminando por la calle te encuentras con las putas feas paradas en las esquinas, con los ancianos abandonados en la esquizofrenia y el vino malo, con la indiferencia de quienes vuelven atrasados a sus casas y con jaurías hambrientas que hurguetean la basura. Así esta segunda realidad difiere hasta el infinito de la aparente alegría bohemia de algunas cuadras más atrás. ¿Quién podría condenar la evasión de la compañía en este escenario roñoso? ¿Quién se atreve a exigir fortaleza para enfrentarla si la recompensa es todavía más pesada?

Las calles destruidas, manchadas con sangre araucana y ladrillos desparramados, se coronan con ruinas en poca altura, para quedar a la vista de quién levante la mirada de su vaso colmado.

¿Me entiendes ahora, lector ocasional? ¿Acaso no soy yo el último penquista? El último individuo que mira la libertad con ojos abiertos. El único que aún no arranca como rata, ni a la evasión ni a la distancia. El último penquista que recuerda esas tardes de sol cálido y cielos azules de nuestra inocente niñez. ¡Cómo añoro la alegría verdadera de nuestra olvidada libertad!

20110501

Éxodo

Mi abuela decía que ella se vino el año 34. Mi mamá tenía 9 años y era la mayor. Tenía un hermano un año menor y hasta hoy son muy unidos. Se quieren mucho porque tuvieron que ayudar a mi abuela a cuidar a los dos menores. La guagua tenía 1 ó 2 años cuando se vinieron. Y el otro cuatro o algo así. Hoy mi mamá va a cumplir 86. Nació el 25.

Se vinieron porque mi abuelo se fue para Argentina. O eso decía ella. Como vivían allá en el sur, era fácil pasarse a Argentina. Eran de Quilaco. Eso es donde nace el Biobío a un par de leguas de las nieves eternas. Allá mi abuela estaba casada con mi abuelo y tenía a los cuatro críos. Un día mi abuelo se fue para Argentina y no volvió más. ¡Nunca más se supo de él! Seguro que se fue con alguna más jovencita. Igual de mapuche que mi abuela, pero joven. Entonces mi abuela no sabía qué hacer con los cuatro cabros que tenía que cuidar.

Capaz que el viejo no se haya ido con otra. Ella sólo decía que se había ido a Argentina. Quizás se murió en un cerro o de frío.

Ellas eran nueve. Todas mujeres, mi abuela y sus hermanas. A dos de sus hermanas les había ido bien parece. Una vivía en Santiago y no sé qué hacía. Así me lo contó ella. Su otra hermana vivía en Talcahuano. Era casada con un carabinero, así que le iba bien. Entonces cuando se le fue el marido, mi abuela le escribió a sus dos hermanas. Y las dos le dijeron que se fueran a vivir con ellos. O sea mi abuela y los niños, mi mami, a vivir donde la tía de Santiago o de Talcahuano. Las dos le dijeron lo mismo.

Y como mi abuela no tenía qué otra cosa hacer, hizo las maletas y se subió con los cuatro niños al tren. No sé si lo habrán tomado en Quilaco. O en Santa Bárbara. La cosa es que se subieron al tren como para irse para siempre. Quizás con cuántas cosas andaba la señora. No debieron ser muchas de cualquier modo. Partieron los cinco en tren para el norte. ¿Te acuerdas que había que hacer trasbordo en San Rosendo?

Mi abuela en realidad no sabía bien qué iba a hacer. Yo creo que subió al tren de puro enojada. Parece que quería irse a Santiago con la otra hermana. Pero tampoco lo tenía muy claro. Le era más o menos lo mismo. Entonces en San Rosendo se tuvo que cambiar de tren. Porque el que venía desde el sur terminaba ahí. Pensando que se iba para Santiago, tomó el tren para Talcahuano y no se dio cuenta sino hasta que llegó al puerto. Con toda la chiquillada, llegó sola a Talcahuano y no sabía bien dónde vivía su hermana casada con el carabinero.

La tuvo que salir a buscar. Cuando la pilló, su hermana le cedió una casita en el patio de atrás de la de ella, para que viviera con los niños. Y ahí se crió mi mami, por error en Talcahuano, cuidando a sus hermanos chicos y sin nunca más saber del padre.

Quizás qué fue del viejo. Capaz que volvió a Quilaco a buscar a su mujer y no la encontró. Le habrán dicho que se fue para Santiago y se perdieron para siempre. Hubiera sabido. Pequeño detalle el de equivocarse de tren. Así terminamos todos nosotros acá en vez de en Quilaco, o de en Santiago. Por eso debe ser que comemos tantos piñones.

Ésa es la historia de cómo se pobló este país.