(cheun rume)

 

20100726

Have you?

20100725

Aula Magna.

Las luces bajaron lentamente y dieron paso a sólo un murmullo. La sala repleta esperaba expectante el espectáculo y los acompañantes se lo hacían notar mutuamente. El murmurar leve siguió bajando lentamente hasta dejar la sala casi en absoluto silencio. Una señora tosió. Alguien sacó una cámara de su estuche. Una luz solitaria se paró en la mitad del escenario iluminando el soberbio piano. ¿Debiere haber alguien ahí? Los murmullos aumentaron el volumen nuevamente, sólo un poco, mientras el público impaciente se acomodaba en los asientos. Así pasó un largo minuto.
De pronto, un espantapájaros en miniatura salió de atrás de las cortinas. Se tropezó consigo mismo y casi rueda por las impecables tablas. Logró detener su descordinada carrera justo debajo de la intensa luz que le cegaba los ojos. Tímidos aplausos sonaron entre la gente expectante. Se cubrió la cara con una mano para hacer sombra y lograr ver algo. Inclinado hacia delante, con el entrecejo fruncido por la luz caliente, logró ver a través de las gotas de lluvia que escurrían por sus lentes. Ni siquiera había tenido tiempo de quitarse el impermeable de goma que también chorreaba a mares. Se pasó la mano frenéticamente por la cabeza para intentar secarse un poco el pelo. Ahora parecía pájaro carpintero en vez de espantapájaros. El silencio había aumentado mientras la luz y la goma hacían que las orejas se le pusieran rojas. Un minuto de silencio incómodo se anticipó a la sentencia, hasta que finalmente se desabrochó el impermeable y se quitó la bufanda. No sabía qué hacer con ella, así que la arrugó y se la metió al bolsillo. Quedó la mitad colgando hasta más abajo de las rodillas. Hizo una venia al público.
Tomó asiento frente al piano y acomodó el sillín. Se demoró un buen tiempo en hacer esto. Primero sus manos trémulas no encontraban la enorme manivela para subir y bajar el asiento. Luego, no se decidía si subir un centímetro o bajar tres. De cualquier forma, los pedales le incomodaban y le costaba mantener la espalda derecha. Por fin se decidió por una posición aleatoria dentro del intervalo. Refunfuñó. No es la primera vez que tiene que hacer esta ceremonia. De hecho lo venía haciendo igual desde hace como mil años. Pero cada vez, en cada sala, frente a cada público distinto, le parecía como si fuera de nuevo la primera vez. Esa vez, cuando disfrazado como pingüino de 4 años tuvo que presentarse frente a un montón de señores con caras amargas que anotaban en sus libretitas. Esa primera vez también llovía. El sonido del agua se confundía con los frenéticos acordes que tocaba al piano y que le valieron un premio que ya ni recuerda. Apenas logró acomodarse, comenzó a escuchar la lluvia que caía afuera. Seguramente era la única persona en la sala capaz de escucharla y eso lo ponía de mal humor.
“¿Cómo nadie más va a escuchar la lluvia? Vienen a esta sala al lado de la Catedral a ver cómo aporreo el piano, pero podrían estar tranquilamente sentados en su casa escuchando una sinfonía furiosa e imponente.”
Como aquella primera vez, comenzó a tocar de manera desinteresada. Le parecía todo tan vano que no valía la pena esforzarse demasiado. Aún así, sus largos dedos bailaban elegantemente sobre las teclas. Primero eran como bailarinas rusas, delicadas y tremendamente elásticas, pero de a poco se iban transformando. Sincronizadas nadadoras pasearon sus coreografías por las octavas del piano. Marcharon sus dedos, como ejércitos dispuestos a combatir a Napoleón. Se acordó que, hace muchos años, estaban las mismas personas sentadas en esa misma sala. Llevaban una grabadora para piratear el concierto de Roberto Bravo, mientras unos militares que se habían quedado afuera, trataban de romper un candado a balazos.
Encandilada la gente por algún aura desconocida, no lograban ver que el pianista no se interesaba mucho en lo que hacía. Igual que en aquella primera vez frente a los directores del conservatorio, la gente apenas podía contener las ganas de llorar, de pararse y aplaudir rabiosamente de pie tan solemne presentación. Pero su mente estaba en cualquier otra parte. Pensaba por ejemplo en un amigo actor.
Se acordaba que una vez lo vio en este mismo escenario haciendo el ridículo de la manera más alegre del mundo. Fue su primer papel en mucho tiempo. Contó un día que estaba esta obra que se llamaba “Un minero en el cielo” y que buscaban actores para montarla. Así que fue a una audición e hizo sus cosas de actor. “Y quedé poh”. Dijo como dos días después. Le preguntó entonces que en qué papel. Por respuesta obtuvo una sonrisa cómplice y un “de minero”, mientras se encogía de hombros. Ganó un premio interpretando al minero en ese mismo escenario.
Pasaban y pasaban los años, los conciertos y los públicos, y todavía no lograba dirigirse a ellos de manera cómoda. Se le enredaba la lengua cuando tenía que hablarles a más de tres personas. Le tiritaba la pera y se le ponían coloradas las orejas. Para calmarse, siempre pensaba en la lluvia. Le retornaba a su infancia, cuando no tenía que preocuparse por demasiadas cosas. Tocaba el piano tranquilo, pensando también siempre en la lluvia. No entendía por qué lo felicitaban tanto si lo último que hacía era prestar atención a las teclas de marfil. Habían muchas cosas más importantes en qué pensar. Repasar el camino desde la casa a la Sinfónica por ejemplo. Siempre encontraba cosas distintas en el paseo. Caminaba siempre por las mismas calles, pero le parecían distintas cada vez. Una vez se encontró con su abuelo anciano que apenas podía caminar. Iba solo rumbo a la galería donde por como treinta años tuvo su librería. Más adecuado habría sido llamarla juguetería, pero en realidad no vendía juguetes. Vendía juegos, lápices, cartones y todo lo que sirviera para estimular la imaginación de sus nietos. Antes vendía materiales de fotografía y hacía revelados en blanco y negro. Pero cuando inventaron las fotos a color se quedó atrás en ese negocio.
Caminaba el abuelo por frente a la Plaza, por el lado opuesto de donde se encontraba la sala, pasito a pasito. Debió ser una de sus últimas salidas en solitario antes de enfermarse. Cuando lo saludó, el anciano inmediatamente le tomó el brazo y lo hizo acompañarlo. Iba a cobrar el arriendo del local donde antes estaba TurAustral. Caminaba muy lentamente y prefería estar siempre acompañado porque con ochenta años, no veía mucho. Tenía unas gafas amarillas que, teóricamente, lo ayudaban a ver mejor. Pero en realidad apenas lo lograba. Llegaron al local y el joven tuvo que dejar a su abuelo para que se las arreglara solo, porque le habían dicho que tenía que ir a buscar a su hermanita que también tocaba el piano. Mucho mejor que él por lo demás. Cada vez que recordaba esta parte, alguna de las bailarinas se tropezaba. ¿Debió dejar esperando a su hermana? ¿Debió acompañar a su abuelo de vuelta hasta la casa?
Cuando su abuelo moría en su cama, el joven se recostó junto a él una vez. Apenas distinguía lo que sucedía a su alrededor, confundía a las personas, confundía los años, los países y los lugares. “Ésta no es mi casa, ¿cómo llegué aquí?” Pero el anciano le tomó la mano. Como despidiéndose, como si fuera la última vez que se iban a ver, el anciano le tomó la mano. Así fue. El día que por fin el pianista se iba a atrever a entrar a la sala de la UTI donde pasó sus últimos días, el abuelo murió. El niño en esa época no tuvo más remedio que ponerse a llorar en el hombro de su hermanita.
Nunca entendió por qué la gente muere. Ni esa vez con el papá de su madre, ni cuando murió la mamá de su padre, ni hace poco cuando murió su segunda abuela. Para qué tocar el piano, si lo que dura este concierto es tan efímero, tan fatuo. Para qué esta gente paga por escucharlo, se emociona con su personalidad y con su repertorio cargado de sentimientos prefabricados, si es incapaz de escuchar la lluvia penquista que cae sobre sus tejados. Son pocos los que recuerdan que antes de la librería, el abuelo tenía una Casa de Cambio en el corazón de la ciudad. Monedas y billetes de todo el mundo, de todos los tiempos, se mezclaban con las infinitas colecciones de estampillas que siguen guardadas en algún rincón de la casa. Y esos pocos son demasiado pocos como para darle importancia a esos recuerdos. Para entender por qué es tan gracioso que todos los comerciantes de la galería hicieran una cola para mirar un hoyo durante la UP. O para aceptar que hay cosas más importantes que hacer que escuchar cómo un extranjero toca el piano. De qué sirve esta Marcha Triunfal que el despistado pianista toca con tanta fuerza aparente, si nadie recuerda los pasos altisonantes y robustos de los que lucharon por la identidad de esta Aula Magna.

20100718

Turismo i Panoramas

Rescatar la Memoria

La mañana era oscura, llovía a cántaros. Ir al colegio era para mí una emocionante aventura. Protegido por mi capa y las botas de goma, caminaba feliz sorteando elagua que caía desde las cornisas. Salía de casa y me internaba en la penumbra del "Pasaje Musalem", cruzaba por las entrañas de la tierra desde Aníbal Pinto hasta los protectores aleros de las zapaterías de Freire. Antes de cruzar miraba si acaso algún amenazante vehículo me acechaba, generalmente no, era muy temprano para las bestias. Cruzaba corriendo, valiente, hacia la catarata que desde las paredes de "Calzados La Negrita" saltaba para estrellarse sobre mi capa sin mojarme. Cruzaba el torrente y llegaba hasta la esquina de Caupolicán donde la tienda "La Puerta del Sol" marcaba la frontera. Al frente, en diagonal, "Donde Golpea el Monito" y allí en la esquina Caupolicán/Barros aguardaba tranquilizadora la elegante tienda "Torregrosa y Anglada" anunciando que la meta estaba cerca. A la vuelta de la esquina, por Barros, me detenía en la "Money Exchange" del serio Sr. Contzen, la primera casa de cambios en Concepción. Sus vitrinas exhibían raras monedas y maravillosos sellos postales de todo el mundo. ¡¡Un sobre lleno de estampillas de África por $100!! - premonitores de mis largos viajes por el mundo. Caminaba hasta Rengo mirando hacia la casa del obispo al tiempo para cruzar el inmenso portón del colegio donde generalmente esperaba, para saludarnos y corregir algún detalle en el uniforme, Monseñor Mardones, rector del Instituto de Humanidades, al que llamaba, y nosotros así considerábamos, nuestro segundo hogar. Luego del estridente timbre, formábamos en el patio o los días de lluvia en las galerías donde el rector nos daba una charla de diez minutos sobre cómo sentarnos en la mesa, cómo respirar, de la obligación de dar el asiento a los mayores, en fin una serie de detalles de urbanidad que era algo importante en aquellos años '50.

El centro penquista ha sido destruido. EN la esquina de Rengo/Barros Arana miro con tristeza que ya no puedo tocar nada de lo que existió en mi infancia, como si todos mis recuerdos sólo fueran un fantasma de mi imaginación. El terremoto del sesenta y las conveniencias derrumbaron gran parte del escenario de mis aventuras, el terremoto del 2010 terminó la tarea. Nostalgia y tristeza, nada hay allí que sea mío. Dos solares vacíos allí donde tanta vida hubo. Ni siquiera un niño que dé el asiento en la micro... es lógico, está cansado y seguramente sueña... yo comienzo a recordar...



Guíatip Turismo i Panoramas.
Julio 2010, año V, Nº53

20100711

Chepe

Conce, un extravagante día soleado de julio, presenta la siguiente postal típica:

20100710

Y surgió un Fénix
de entre las cenizas
del pueblo que olvidamos

Y se alzó así
un nuevo escudo patrio
un altar robado
un bosque por lágrimas bordado

Ave Fénix!
Araucano hermano
dios te salve,
lleno eres de gracia
Te levantas de nuevo
en alma & cuerpo
para el fin de nuestros pecados.

20100703

Regreso al Mar

Regreso al Mar.

De cara al horizonte,
condenado por el sol del desierto
me encaramo por las rocas crespas
que se adentran en el mar.

Regreso al mar
que me tienta con su espuma suave,
con el almíbar dulce de sus aguas.
Vuelvo prudente y con temor,
aun trepando, saltando como un niño,
libre combatiente de la realidad.

Como preludio de réquiem
lo encaro insolente,
le doy la espalda a la polvorienta ciudad,
me descubro a los buitres de los salares
me exhibo desafiante como el que más.

Después de toda una vida trimestral,
en esta olvidada oficina de aduanas,
con el sudor evidente de mis manos
y el temblor estridente de mis rodillas,
te miro con toda mi furia
para ocultar el terror
que siento cuando regreso al mar.