(cheun rume)

 

20100725

Aula Magna.

Las luces bajaron lentamente y dieron paso a sólo un murmullo. La sala repleta esperaba expectante el espectáculo y los acompañantes se lo hacían notar mutuamente. El murmurar leve siguió bajando lentamente hasta dejar la sala casi en absoluto silencio. Una señora tosió. Alguien sacó una cámara de su estuche. Una luz solitaria se paró en la mitad del escenario iluminando el soberbio piano. ¿Debiere haber alguien ahí? Los murmullos aumentaron el volumen nuevamente, sólo un poco, mientras el público impaciente se acomodaba en los asientos. Así pasó un largo minuto.
De pronto, un espantapájaros en miniatura salió de atrás de las cortinas. Se tropezó consigo mismo y casi rueda por las impecables tablas. Logró detener su descordinada carrera justo debajo de la intensa luz que le cegaba los ojos. Tímidos aplausos sonaron entre la gente expectante. Se cubrió la cara con una mano para hacer sombra y lograr ver algo. Inclinado hacia delante, con el entrecejo fruncido por la luz caliente, logró ver a través de las gotas de lluvia que escurrían por sus lentes. Ni siquiera había tenido tiempo de quitarse el impermeable de goma que también chorreaba a mares. Se pasó la mano frenéticamente por la cabeza para intentar secarse un poco el pelo. Ahora parecía pájaro carpintero en vez de espantapájaros. El silencio había aumentado mientras la luz y la goma hacían que las orejas se le pusieran rojas. Un minuto de silencio incómodo se anticipó a la sentencia, hasta que finalmente se desabrochó el impermeable y se quitó la bufanda. No sabía qué hacer con ella, así que la arrugó y se la metió al bolsillo. Quedó la mitad colgando hasta más abajo de las rodillas. Hizo una venia al público.
Tomó asiento frente al piano y acomodó el sillín. Se demoró un buen tiempo en hacer esto. Primero sus manos trémulas no encontraban la enorme manivela para subir y bajar el asiento. Luego, no se decidía si subir un centímetro o bajar tres. De cualquier forma, los pedales le incomodaban y le costaba mantener la espalda derecha. Por fin se decidió por una posición aleatoria dentro del intervalo. Refunfuñó. No es la primera vez que tiene que hacer esta ceremonia. De hecho lo venía haciendo igual desde hace como mil años. Pero cada vez, en cada sala, frente a cada público distinto, le parecía como si fuera de nuevo la primera vez. Esa vez, cuando disfrazado como pingüino de 4 años tuvo que presentarse frente a un montón de señores con caras amargas que anotaban en sus libretitas. Esa primera vez también llovía. El sonido del agua se confundía con los frenéticos acordes que tocaba al piano y que le valieron un premio que ya ni recuerda. Apenas logró acomodarse, comenzó a escuchar la lluvia que caía afuera. Seguramente era la única persona en la sala capaz de escucharla y eso lo ponía de mal humor.
“¿Cómo nadie más va a escuchar la lluvia? Vienen a esta sala al lado de la Catedral a ver cómo aporreo el piano, pero podrían estar tranquilamente sentados en su casa escuchando una sinfonía furiosa e imponente.”
Como aquella primera vez, comenzó a tocar de manera desinteresada. Le parecía todo tan vano que no valía la pena esforzarse demasiado. Aún así, sus largos dedos bailaban elegantemente sobre las teclas. Primero eran como bailarinas rusas, delicadas y tremendamente elásticas, pero de a poco se iban transformando. Sincronizadas nadadoras pasearon sus coreografías por las octavas del piano. Marcharon sus dedos, como ejércitos dispuestos a combatir a Napoleón. Se acordó que, hace muchos años, estaban las mismas personas sentadas en esa misma sala. Llevaban una grabadora para piratear el concierto de Roberto Bravo, mientras unos militares que se habían quedado afuera, trataban de romper un candado a balazos.
Encandilada la gente por algún aura desconocida, no lograban ver que el pianista no se interesaba mucho en lo que hacía. Igual que en aquella primera vez frente a los directores del conservatorio, la gente apenas podía contener las ganas de llorar, de pararse y aplaudir rabiosamente de pie tan solemne presentación. Pero su mente estaba en cualquier otra parte. Pensaba por ejemplo en un amigo actor.
Se acordaba que una vez lo vio en este mismo escenario haciendo el ridículo de la manera más alegre del mundo. Fue su primer papel en mucho tiempo. Contó un día que estaba esta obra que se llamaba “Un minero en el cielo” y que buscaban actores para montarla. Así que fue a una audición e hizo sus cosas de actor. “Y quedé poh”. Dijo como dos días después. Le preguntó entonces que en qué papel. Por respuesta obtuvo una sonrisa cómplice y un “de minero”, mientras se encogía de hombros. Ganó un premio interpretando al minero en ese mismo escenario.
Pasaban y pasaban los años, los conciertos y los públicos, y todavía no lograba dirigirse a ellos de manera cómoda. Se le enredaba la lengua cuando tenía que hablarles a más de tres personas. Le tiritaba la pera y se le ponían coloradas las orejas. Para calmarse, siempre pensaba en la lluvia. Le retornaba a su infancia, cuando no tenía que preocuparse por demasiadas cosas. Tocaba el piano tranquilo, pensando también siempre en la lluvia. No entendía por qué lo felicitaban tanto si lo último que hacía era prestar atención a las teclas de marfil. Habían muchas cosas más importantes en qué pensar. Repasar el camino desde la casa a la Sinfónica por ejemplo. Siempre encontraba cosas distintas en el paseo. Caminaba siempre por las mismas calles, pero le parecían distintas cada vez. Una vez se encontró con su abuelo anciano que apenas podía caminar. Iba solo rumbo a la galería donde por como treinta años tuvo su librería. Más adecuado habría sido llamarla juguetería, pero en realidad no vendía juguetes. Vendía juegos, lápices, cartones y todo lo que sirviera para estimular la imaginación de sus nietos. Antes vendía materiales de fotografía y hacía revelados en blanco y negro. Pero cuando inventaron las fotos a color se quedó atrás en ese negocio.
Caminaba el abuelo por frente a la Plaza, por el lado opuesto de donde se encontraba la sala, pasito a pasito. Debió ser una de sus últimas salidas en solitario antes de enfermarse. Cuando lo saludó, el anciano inmediatamente le tomó el brazo y lo hizo acompañarlo. Iba a cobrar el arriendo del local donde antes estaba TurAustral. Caminaba muy lentamente y prefería estar siempre acompañado porque con ochenta años, no veía mucho. Tenía unas gafas amarillas que, teóricamente, lo ayudaban a ver mejor. Pero en realidad apenas lo lograba. Llegaron al local y el joven tuvo que dejar a su abuelo para que se las arreglara solo, porque le habían dicho que tenía que ir a buscar a su hermanita que también tocaba el piano. Mucho mejor que él por lo demás. Cada vez que recordaba esta parte, alguna de las bailarinas se tropezaba. ¿Debió dejar esperando a su hermana? ¿Debió acompañar a su abuelo de vuelta hasta la casa?
Cuando su abuelo moría en su cama, el joven se recostó junto a él una vez. Apenas distinguía lo que sucedía a su alrededor, confundía a las personas, confundía los años, los países y los lugares. “Ésta no es mi casa, ¿cómo llegué aquí?” Pero el anciano le tomó la mano. Como despidiéndose, como si fuera la última vez que se iban a ver, el anciano le tomó la mano. Así fue. El día que por fin el pianista se iba a atrever a entrar a la sala de la UTI donde pasó sus últimos días, el abuelo murió. El niño en esa época no tuvo más remedio que ponerse a llorar en el hombro de su hermanita.
Nunca entendió por qué la gente muere. Ni esa vez con el papá de su madre, ni cuando murió la mamá de su padre, ni hace poco cuando murió su segunda abuela. Para qué tocar el piano, si lo que dura este concierto es tan efímero, tan fatuo. Para qué esta gente paga por escucharlo, se emociona con su personalidad y con su repertorio cargado de sentimientos prefabricados, si es incapaz de escuchar la lluvia penquista que cae sobre sus tejados. Son pocos los que recuerdan que antes de la librería, el abuelo tenía una Casa de Cambio en el corazón de la ciudad. Monedas y billetes de todo el mundo, de todos los tiempos, se mezclaban con las infinitas colecciones de estampillas que siguen guardadas en algún rincón de la casa. Y esos pocos son demasiado pocos como para darle importancia a esos recuerdos. Para entender por qué es tan gracioso que todos los comerciantes de la galería hicieran una cola para mirar un hoyo durante la UP. O para aceptar que hay cosas más importantes que hacer que escuchar cómo un extranjero toca el piano. De qué sirve esta Marcha Triunfal que el despistado pianista toca con tanta fuerza aparente, si nadie recuerda los pasos altisonantes y robustos de los que lucharon por la identidad de esta Aula Magna.

1 comentario:

Sofi dijo...

Soy tu fan, me encantó *-*