(cheun rume)

 

20110323

Las marcas

Bajó Horacio silenciosamente aquella mañana a la calle. Entre los desesperados rostros de los habitantes, notó Horacio lo que nadie más había visto. Las fachadas de las casas más antiguas de la ciudad habían sido marcadas todas por extraños signos. ¿Qué clase de secta había atacado durante la madrugada todas las puertas de la ciudad? ¿Todos los pilares? ¿Todas las murallas de ladrillos desnudos o al menos escotados?

Horacio se preguntó, porque sí, Horacio también se preguntaba cosas, qué clase de significado tendrían estas extrañas manchas. Un círculo era divido en cuatro sectores por una cruz oblicua. Bajo el símbolo, se distinguían tres caracteres, un número nueve y un tres separados por una barra en diagonal. Además, aleatoriamente en alguno de los cuartos del símbolo, se dibujaban letras que no se lograban descifrar. ¿Qué era todo esto? ¿Quién se adjudicaba este atentado?

El miedo en las miradas de los múltiples observadores era evidente. Un despeinado hálito de terror se reflejaba en los ojos de los hermanos de Horacio. Muchos de ellos habían pasado la noche en vela sin imaginar si quiera que sus puertas habían sido marcadas por manos desconocidas. Los vetustos edificios, solemnes como callejón inglés, con esos poderosos pilares y esas gruesas paredes, se presentaban vulnerables a los desesperados caminantes.

Sí, un aire desesperado invadía a la población. Muchos acarreaban el agua sucia desde la fuente principal de la ciudad con temerosa precariedad. Los más se entregaban al desenfreno medieval ante la ausencia del señor. Todos sin duda procuraban para sí las mejores piezas y las mayores cantidades. Un desbanco de cantidades. Donde los que más o menos tenían no importaban, pues sólo se valoraba al hombre por lo que podía tomar. El valor se sustituyó por el precio y dejó el individuo de importar por su posición o por su prestación, dejó de ser relevante su cuantía o su pobreza, se ignoró su futuro y su pasado, y sólo existió para todos el presente y el tomar. Ya no valían los hombres por ser hombres, sino por lo que podían tomar.

Entre todos ellos, Horacio era el único que se detenía con pavor frente a un enorme portal de piedra. Se acercó sigilosamente al símbolo dibujado con sangre en la pared. Lo observó curioso mientras lentamente alzaba su mano para alcanzarlo. Quería tocarlo para saber si vida caliente aún escurría por esas líneas capilares. Su mano se estiraba como en el espejo de piedra, pero sin todavía la actitud amenazante y decidida. Tímidamente su dedo se extendía al final de su brazo delgado y fibroso. Y apenas su uña tocó la piedra fría y rugosa, ésta crujió como las entrañas de la tierra y la muralla se derrumbó ante sus ojos. La polvareda ocultó unos instantes la catástrofe. Pero cuando se despejó, Horacio vio que una nueva libertad se revelaba ante él detrás de ese símbolo oculto.

No hay comentarios: