(cheun rume)

 

20110321

El espejo de piedra

Horacio avanzó pausadamente entre la gente. Muchos ignoraban completamente los objetos que los rodeaban a fuerza de verlos todos los días. Horacio sin embargo se maravillaba en cada rincón, pues era ésta la primera visita que realizaba a estos jardines. Seguía por los senderos trazados por pies vigorosos, a través de las flores, los árboles y los cisnes. Muchos jóvenes declaraban su amor a los verdes prados y a la suave brisa que mecía los enormes álamos. Horacio observaba todo esto con profunda calma. Su corazón respiraba tranquilidad y paz al ver los armoniosos edificios rodeados de verdor. Por eso Horacio no necesitaba descansar estando en estas tierras. Por el contrario, aceleraba su paso en cada esquina para poder regocijarse con el mundo de secretos que se abría ante sus ojos. Cuando finalmente se detuvo, observó con detenimiento y curiosidad lo que tenía en frente. Grande fue sorpresa al acercarse y reconocerse a sí mismo en el espejo de piedra.

El espejo lo mostraba en la plenitud de su vida, decidido y arrogante. Horacio se veía a sí mismo amenazante e intrépido. Sus músculos bien formados y tensos contrastaban con su flácida carne de observador. Veía Horacio cómo toda su energía desbordaba las venas gruesas y marcadas, prontas a explotar bajo los fibrosos brazos. Su pecho, desnudo bajo la blanca túnica, se ofrecía desafiante a sus enemigos. Porque el Horacio del espejo era un verdadero valiente. Sentado sobre un trono sencillo de granito, Horacio confirmaba con su propio cuerpo eterno lo trascendente de su ser. Horacio era, o es, dentro del espejo de piedra que observaba. Horacio se vio a sí mismo existiendo por propio derecho. Existiendo no más como un instrumento de su capricho, sino como su capricho en persona. Horacio existe en el espejo no como una imagen vana que se pierde en las tinieblas de la noche. Horacio, por el contrario, existe en la piedra como las tablas de la nueva ley. El hombre del espejo no es ya un fútil reflejo de la verdad. El hombre del espejo es en sí una verdad.

Horacio vio a Horacio cuando estaba a punto de levantarse. Horacio se reveló a Horacio arrogante y decidido. La mirada de Horacio se llenó de resolución y fortaleza en el instante eterno del espejo de piedra. Con su dedo índice extendido, su largo brazo indica el ahora, el presente inmediato, en el que Horacio alza su mirada amenazante a la realidad. Horacio amenaza a todo lo aceptado. Horacio consigue mover los cimientos de Horacio que lo observa aún con incredulidad.

Es Horacio el objeto de su propia observación. Como tal, es también Horacio su propio armamento.

Esto vio Horacio y avanzó.

Pero cuando se alejaba, vio Horacio también a quienes rodeaban la estatua. Los vio reunidos sobre el pasto húmedo, riendo y hablando sobre el porvenir. Horacio veía a los niños junto a Horacio y los escuchaba pensar en quimeras, en vaporosas ensoñaciones, en irreverentes vanidades.

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