(cheun rume)

 

20110109

El río Biobío.

Gritábamos a pleno pulmón todos nosotros en los primeros años de la década, cuando de la mano nos llevaban a caminar por el barrio. Ese barrio luminoso, de ascendencia inglesa, en el que se enclavaba nuestro Kínder C. Todos de la mano, una fila de niños y otra fila de niñas. O quizás mezclados. Todos con un delantal a cuadritos, azules o verdes los niños, rosados y amarillos las compañeritas, todos sin excepción caminábamos bajo el sol alegres, respirando la libertad propia desos años. Testigos inconscientes de la tranquilidad que finalmente venía a invadir las calles del país. ¡De la República! Incluso en las veredas de ese barrio tradicional, entre el Country Club Concepción y el Colegio Inglés St. John's School. Entre Sanders y la Avenida Inglesa: la Avenida Sanhuesa.

El olor tenue de los árboles que en septiembre se cargaban de vida. Unas flores rosadas como la nieve sobre las aceras. Había un perro grande, que cuidaba que todos nos fuéramos para la casa a las 14.10hr. Un pastor alemán imponente que se pasaba las tardes como esfinge sobre el techo de un garage. Nunca lo oímos ladrar. Ni cuando saltábamos la muralla para rescatar la pelota que habíamos pateado lejos. Nunca, ni cuando se apagó su mirada atenta y protectora, ladró una sola vez al desfile de sonrisas que pasaban por su puerta todos los días. Ni a los dos Joaquines, ni a los dos Matías. Ni a los gemelos, iguales desde el dedo gordo hasta la punta del pelo para cualquier adulto, pero tan distintos para nosotros. Jamás le ladró ni a la Alessandra, ni a la Flory, ni a la Carola o la Jesús. Ni al Goyo con el Piero que no se quedaban quietos ni un momento. Mas bien parecía reírse en su solemnidad: ¡Cómo nos estrangulaba el corbatín! Ése que nos forzaban a usar para prepararnos para ser grandes, pero que terminaba invariablemente adornando la clavícula en vez del cogote.

Se veían alegres las caras de las señoras que nos miraban pasar en filita india. Señoras que quizás contaban a algún nieto entre los compañeros. Íbamos al Country, ¿a conocer las plantas? ¿a conocer los bichos que se metían bajo las piedras? ¿Nos íbamos a encaramar en un cerro? ¿O íbamos simplemente a cantar? Alguna canción en inglés que nos enseñaban para continuar la tradición. Little Peter Rabbit had a fly upon his ear. O la que nos enseñaron en mayo del 90:

Silencio, chilenos,
el Huáscar ya se acerca.
¡Viva Chile!
¡El Combate va a empezar!

Y nosotros cantábamos y nos reíamos. Qué importaba la libertad de los adultos en aquellos años si nosotros ya la habíamos conquistado hacía tanto tiempo. Molestábamos a las compañeritas con cualquier cosa. Nos reíamos cuando algún compañero más avispado nos explicaba el significado de la palabra "pichula". Nos escondíamos atrás de unos arbustos en el Patio de la Palmera, jurando de guata que nadie nos encontraría, y compartíamos secretos que sólo para nosotros eran verdaderos. Secretos tan ocultos que nunca jamás un adulto entendería. Mientras la Betania, la Daniela, la Cristina o la Ximena compartían vaya uno a saber qué cosa. Unas flores que se habían caído. Unas hojas que iban a secar dentro de algún libro grueso. De esos que todavía no podíamos leer, que eran para los grandes. El Joaquín con el Christopher corrían por todo el patio. La Camila le mostraba un descubrimiento a la miss. El Sebastián y el Jaime hablaban de los caballos. "Son grandes los caballos, en el campo hay un montón. Yo ya sé montar." Decía el primero con evidente orgullo. Mientras Fabián, Panchito y Andrés miraban con afán científico una caravana de hormigas trabajadoras. Todos únicos en ese momento. Todos condicionados por el hermoso jardín de Avenida Pedro de Valdivia, a unos metros del Agua de las Niñas. Herederos de historias de esfuerzo y lucha que forjaron una realidad única, jamás intercambiable, jamás homologable.

¡Que hermosos tiempos aquellos! Cuando todos en nuestra inocencia, sin tapujos, sin miedos, podíamos gritar a lo largo de un hilito de agua que se perdía en un desagüe:

El Río, el Río
¡El Río Biobío!

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