(cheun rume)

 

20110129

Carta a un extraño que se va

Amigo, hermano:

¿Así que tú también te vas?

No son pocos los que nos dejan una y otra vez. Como ágiles arpías se levantan un día en su maligna intención y avanzan en tres pasos lejos de aquí. ¿Eres tú de aquellos también?

Yo les hablo a ellos, hermano. Pero sus oídos no se abren a las verdaderas razones de la ruptura. Nuestra conversación es un monólogo de loco que blasfema en la mitad del mercado. Al alero del arlequín y del equilibrista, ahí está el loco vociferando, blanco de toda la risa del pueblo en los balcones. Cuando el equilibrista se desploma junto a él, desde lo alto de la cuerda ques el hombre, el loco se convierte en el pastor, en el sepulturero, en el sacerdote que entrega la eterna absolución.

Pero, ¿quiere este loco jugar tan ingrato papel?

No, hermano. Como el ave de la mañana, como la portadora de la felicidad del nuevo comienzo, quiere este loco no otra cosa que anunciar el coraje del rocío. La promesa de vida en las aguas de marzo. No la muerte, hermano, no. No el ocaso de nuestra grandeza. No hermano, no esta lágrima amarga que le ahoga el canto. Hermano, este loco quiere aún creer un poco más. Antes que las fuerzas lo abandonen y, de tanto razonar, se abandone también a sí mismo en la sinrazón.

Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo exigir la libertad? ¿Cómo imponer el deseo del criollo en el alma de un esclavo? La contradicción del discurso invalida la noble intención.

Hermano, llega un momento en que las palabras ya no bastan. En que la comunicación pierde su fuerza. Porque gritando a todo pulmón en la plaza, no se obtienen más que piadosas limosnas. La impersonalidad de nuestros lazos, hermano, nos hacen extraños que se abrazan en el vacío cada día. Extranjeros en nuestra propia tierra, criminales de verano incapaces de llorar a su propia madre. En eso nos convertimos lentamente, hermano, amigo que te vas. Nos despreciamos mutuamente y con ello dejamos de hablar. De escribirnos. De enviarnos postales. Fotografías. ¿Qué dice más que una imagen de un raro día soleado en octubre?

¡Amigo! Cuánto vacío invade el pecho cada vez que discutimos sobre el valor. ¿Cuánto vale un hombre? En verdad te digo, no nos juzgarán ni por cuánto tenemos, ni por cuánto nos falte. No por nuestro esfuerzo, ni por la objetividad de nuestras pertenencias. Hermano, hoy nos juzgarán por nuestra capacidad. Porque ya no vales por cuánto tienes o por cuánto crees, sino por cuánto compras. Y en esta lógica perversa nos abandonas al abandonarte a ti mismo en la vorágine del bienestar.

Compañero que te extrañas, amén de tu traición desconocida, pierden estas palabras ya su sentido. El mensaje también se diluye en el caos, como lo hicieron antes el hablante y el lector. Como quien predica en el desierto tras treinta años de silencio, este mensaje se pierde en la impersonalidad de la comunicación. Son palabras vacías ante la fuerza de la realidad.

¡A ti a quien no conozco te hablo! Escucha estas palabras aun cuando no sepas quién eres. O dónde vives. Porque este mensaje olvidado por los libros, tiene la fortaleza de la verdad:

Mientras caminaba por el prostíbulo del país, la primera mañana del año, un mendigo se me apareció en la costanera. De todo hay en la Viña del señor, y con mayor decadencia se presentan junto al Mar. Sus manos ensangrentadas y su cuerpo sucio y mal tratado hicieron apartar mi mirada. El cansancio de una larga noche despierto en la inconsciencia común, el sol del primer medio día que quemaba, las hordas de Baco derrotadas en los prados y en la arena, la resaca de los fuegos de artificio y la egoísta frustración no me dejaron comprender. ¡Juro que no supe comprender!

Su cuerpo hinchado en cada articulación, inflado bajo las gruesas capas de harapos, respiraba con dificultad entre el hedor de su sudor graso. Sus pies estaban destrozados y ensangrentados, porque, mientras me esforzaba por olvidar quién realmente soy, mientras me entregaba a la destreza de un chofer ebrio de negación, incapaz de aceptarse a sí mismo como un ser independiente de la Santa Inquisición, mientras mi ser se rebelaba al no comprender ni compartir el ritual, el Sabio era brutalmente apaleado por quienes, como yo, buscaban la pertenencia a la orgía sin fin.

Desde la madrugada y hasta las cuatro de la tarde agonizó el Santo bajo el calor del verano en aquel lugar. Ignorado por todos nosotros, absortos en nuestros problemas infantiles. Agonizó sin que nadie observara el hilo de sangre y baba que corría por sus ropas. Sin que nadie escuchara sus quejidos cada vez más exiguos. Frente a nuestros ojos murió el Sabio, a manos de la misma muchedumbre que en un siglo de luces decidió abandonar. Murió ignorado por la misma multitud que su virtud hizo abandonar por sucia e indigna.

¡Frente a mis narices agonizó un Justo!

Amigo que te vas, no te arrepientas tú también de no dar agua a quien la necesita.

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