(cheun rume)

 

20100527

Escombros

Otra vez el viejo va camino de la Plaza. El frío punzante atravieza sin contemplación por los gruesos abrigos de lanilla. Entre las hebras maltejidas el frío se abre camino implacable. En algunas partes su fuerza ha roto el grueso obstáculo que suponen tres capas de rocinantes sobretodos para reducirlas a andrajos. Felizmente, las pulgas en mayo no alcanzan a romper sus huevos y se mueren congeladas todas las madrugadas. Y el viejo camina con dificultad hacia la Plaza. Una cadera más corta que la otra le ha hecho perder, poco a poco, la dignidad al andar. Cada paso es un eléctrico toque en el espinazo que le parte la cara.

La noche anterior llovió por primera vez. Quienes están acostumbrados a vivir en las calles de la ciudad lo vieron como una noche de otoño más. La lluvia cayendo con un estruendo ensordecedor. Rebotando en el suelo y reflejando las pálidas y ahora escasas luces del alumbrado público. Los perros aullaron los primeros minutos de la tormenta. Callaron luego cuando el estruendo bajo de intensidad. Recuerdan quizás la última vez que un ruido ensordecedor inundó sus oídos. Para quienes perdieron todo hace tres meses, esta noche fue una más de las demasiadas pruebas. Nadie sabía si las viviendas de emergencia estaban preparadas para el azote de la lluvia penquista. El miedo mayor es verse forzados a convertirse en uno de estos viejos indignos que deambulan cojeando por las calles.

El viejo camina hacia la Plaza haciéndole el quite a las pozas para no mojar el único par de calcetines gruesos que tiene. Se los robó de una de las pilas de ropa para los damnificados. Mojar los andrajos que lleva encima es lo mismo que morir tirado en una sala común del Hospital. Hay, sin embargo, algo que todavía lo impulsa a mantenerse en pie, a pesar del dolor en cada paso y de la comida que falta hace tanto tiempo. Lleva varias semanas comiendo de las sobras de un local de papas fritas del Paseo Peatonal. El motor de sus patéticos movimientos es todavía una incógnita para él. Pasó su juventud buscando ese significado. Sus felices años de infancia cuando el sol se colaba entre la persiana y calentaba el parqué sobre el cual jugaba, miraba tele y se sentaba a esperar a su madre. La adolescencia metido entre libros, ecuaciones y poemas. Sufriendo por no poder encajar con el resto de la gente. Sin entender cuál era el afán en dejarlo solo que todos parecían tener. Pasó el tiempo en la Universidad buscando entre las cervezas de la Plaza Perú la razón por la cual le había tocado vivir en esta ciudad que parece haberse olvidado de su propia existencia. Y ese objetivo, esa razón final que heroicamente daría sentido a su vida toda, aún no aparecía.

Pensó encontrarla tres meses atrás cuando, sin miedos y sin tapujos, podía vociferar desde el improvisado altar de la iglesia poemas y libros de historia. La gente lo miraba, pero lo ignoraba con facilidad ante la fatalidad promisoria que veían en su estado. Pero el tiempo es tan decidido como el frío y no se detiene nada. La belleza y la fuerza de un momento se diluyen en incontables horas, minutos y segundos. En infinitos instantes que no se distinguen entre sí pero que son suficientes para disipar la energía de un impulso en el tiempo exponencial. Se hace necesaria una teoría de relatividad absoluta para vivir eternamente en el mismo tiempo verdadero.

La gente lo rehuía con miedo, como si fuera un oráculo determinístico. Él había optado voluntariamente por esta vida de miserias, observando con cuidado el flujo de energía en la ciudad. Justo cuando la sociedad lo declaró como un loco sin remedio, tomó sus ropas más necesarias o queridas, y partió a la calle a sobrevivir y esperar. Estaba convencido de que esperando llegaría lo que buscó y no encontró caminando por antiguas ciudades europeas de su juventud errante. Y aún así, la gente pasaba por su lado y con pavor lo miraba como a un demente. Como a un asesino o a un violador. Un psicópata declarado, capaz de vender su alma al diablo y de gritar hasta quedar sin voz las verdades que todos conocían pero que la urgencia de los elementos hacía ignorar. Ese instante en tres meses se diluyó también.

Ahora avanzaba de nuevo hacia la misma Plaza, como todos los días desde hace 10 años. Llevando sólo sus ojos, caminaba con dolor y con premura. Inexplicablemente, siempre estaba apurado, listo para afrontar ese instante decisivo. Su aspecto guardaba aún algo de esa elegancia y esa rebeldía que lo distinguieron, pero lo disimulaba muy bien detrás de esa gruesa capa de mugre incrustada en la piel. Incluso sus cabellos, que alguna vez brillaron como el trigo de Ceres bajo el sol, se veían opacos y grasientos para completar el disfraz. Como todos los penquistas, el viejo vive enmascarado vistiendo de gris opaco. De marrón, café, terracota, bronce, caoba, barniz. Iba este hombre a paso creciente hacia la Plazan con la intención firme de caminar una vez más alrededor de ella. Esquivando ahora sí, los demasiados hoyos que abundan en las calles circundantes. El ahora estrecho paseo peatonal, el boulevard sinusoidal, el pavimento partido y de fondo un edificio a medio destruir. Las cintas amarillas en las veredas que fuerzan a los peatones como él a andar junto a los autos y las micros. El comercio que se trasladó desde los edificios colapsados a las calles, combate el frío de la mañana. Pero eso no importa al mendigo que se detiene bajo el fundador Don Pedro.

El hombre mira a lo alto el cielo parcialmente nublado. Las palomas, tan sucias como él, se detienen sobre la estatua. El pedestal donde ésta se erige está aún dañado. De una de las bolsas que lleva consigo en todo momento, el viejo saca un poco de pan mohoso y comienza a repartirlo entre las aves. Éstas bajan desde los hombros roídos del extremeño y se desparraman alrededor de la estatua. Vienen más palomas desde el orfeón para aterrizar junto al viejo que sonríe feliz. Le da la espalda a la pileta destruida en el centro de la Plaza. La Municipalidad ya volvió a levantarla después de que pasara algunas semanas recostada en arena. Sin embargo, faltan algunos faroles, se ven las conexiones oxidadas por los 120 años de la estatua, las figuras están rotas. Las palomas ya no quieren posarse sobre la deteriorada imagen que hasta hace tres meses les prestaba tanta protección.

El viejo sigue su camino apresurado. Deja que las palomas se dispersen y camina por Barros Arana. Frente a la Galería Universitaria comienzan los empleados a montar el improvisado punto de ventas que reemplaza al local donde, de niño, el viejo se quedaba mirando los juguetes importados. El Edificio sobre la galería ya no tiene un piso entre el sexto y el octavo. Se detiene en la esquina de Barros con Caupolicán para mirar la bandera chilena enredada frente a la Catedral. Las primeras semanas se veían flamear orgullosas y a la par la bandera de la ciudad y la de Chile. El Azul y el Amarillo hacían olvidar al tricolor patrio. Un par de días después, por algún motivo desconocido, la bandera penquista fue quitada y sólo permaneció ahí el pabellón nacional. Ese hecho pasó casi inadvertido para todos los habitantes de la ciudad. El único que reparó en ello fue el viejo que se detiene todos los días en esa esquina para ver si devolvieron sus colores a esa posición privilegiada. Para el resto de la ciudad, o del país entero en realidad, bajar la bandera de Concepción fue quizás un acto de patriotismo. Un símbolo de unidad. Chile apoya a Chile y a todos nos duele esta tragedia. Para el viejo sin embargo, fue el hecho que marcó definitivamente su posición: Si a todos nos duele, a algunos les duele más que a otros. Y esos privilegiados que pueden enarbolar un trapo blanco, azul y rojo, no comprenden el verdadero dolor. El de ver a los vecinos agachar su cabeza para dejar que se bajen los colores que definen su identidad. Para ver cómo, en nombre de una pálida idea ajena, se nos fuerza a abandonar nuestra historia y a adoptar la idiosincrasia oficia que se nos impone desde lejos. El dolor de ver que nadie hace nada cuando nos bajan nuestra gloriosa bandera. Como una pequeña luz de esperanza, el viejo notó que el rojo se está destiñendo cada día más con el suave sol de otoño. Se dibuja una sonrisa en sus dientes picados y sigue caminando.

Antes de abandonar la Plaza por O’Higgins, el viejo se cruza con un joven universitario de caminar pendular y mirada dolida. “No se olvide joven, que lo importante es reconstruir Concepción y terminar con esta tonterita de que nos digan qué hacer”. Se sonríen con familiaridad y siguen sus caminos opuestos. El viejo con sus miserias hacia el río y el joven a paso firme hacia el centro de la Plaza.

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