(cheun rume)

 

20100530

Descartes

En esta madrugada llena de sueño, cuando faltan pocas horas para tener que levantarme a trabajar, me asaltan preguntas que al fin logro verbalizar. Preguntas que me han perseguido constantemente desde ya hace tres meses. Resulta majadero seguir repitiendo lo mismo una y otra vez. Resulta cursi hacerlo además sin atreverme a llamar al terremoto por su nombre. Terremoto es una palabra que provoca miedo, profundo pavor. Es sin embargo lo que da pie a la profundidad de mis pensamientos. Monotemáticos. Desde hace tres meses que todo lo que hago sólo puede ser entendido bajo una lógica de desesperanza. Y es en este contexto de inestabilidad, donde surgen preguntas al hueso.

En mi mente abundan los diálogos imaginarios. Con mis primos, con mis tíos, con mis amigos, con mis compañeros. Diálogos que quisiera alguna vez se concretaran, pero que mi incapacidad de hablar en público llevará al olvido si no alcanzo a registrarlos. Una escena típica consiste en algún encuentro fortuito con alguien que no he visto en mucho tiempo, pero por quién siento profundo respeto. En esa línea, mis compañeros de colegio aparecen recurrentemente. Hace dos días incluso soñé con una chica, de manos níveas, a quien no he visto en 7 años pero que sigue en mi recuerdo como un ejemplo de integridad. A todos estos hologramas que me acompañan los considero en mi fantasía como personas de gran potencial, pero sin rumbos claros. Llego yo, con mi arrogancia y egolatría características, y les ilumino el futuro con mis tan sabias razones. Estas razones que repito en voz alta cuando estoy solo en la habitación, parecen llenas de lógica y energía. Sin embargo, la falta de publicidad en los medios, en las conversaciones, en la vida de cada individuo, las vuelve casi ridículas. Al punto de yo mismo no atreverme a plantearlas a nadie más. El riesgo de que no me entiendan por elegir mal las palabras es grande. Cuesta tanto decir cosas coherentes. Hablar con frases completas. Pero ahí están estas ideas que me bombardeana cabeza a cada minuto.

Para qué ser chileno? Qué gano siendo chileno, si cuando he requerido por única vez de esta condición, el estado decidió dejarnos abandonados tres días. Porque eso ocurrió para el terremoto. Nos abandonaron tres días al caos. Este estado centralista al que jamás le hemos importado, primero no contaba con las herramientas para garantizar nuestra seguridad. Al considerarnos una pronvincia lejana, no existe una voluntad de que seamos protagonistas de nuestro destino. Y por ello, la institución encargada de nuestra seguridad, la ONEMI, simplemente no se preocupa de nuestra particularidad, sino que de esta abstracción llamada nación. Porque, qué es una nación si no una generalidad? Una vaguedad conveniente para quienes ostentan los poderes de decisión. Una nación no es más que una fuerza de cohesión abstracta. Un pegamento imaginario, para unir cosas, personas, lugares, que poco en común tienen. Entonces, a raíz de esos primeros tres días de terror que vivimos en esta capital, surge con tanta fuerza esta pregunta. ¿Para qué ser chilenos? ¿Qué ganamos con eso además de ser discriminados? ¿Por qué tienen que llorar y suplicar nuestras llamadas autoridades para que el gobierno nos ayude?

Ser chileno no es más que ir al mismo circo y comer del mismo pan amargo de la discriminación. Ser chileno es aceptar una emocionalidad impuesta por terceros. Es ser cómplice de la destrucción cultural, de la homologación de tradiciones, que implica la apropiación de costumbres que no pertenecen a nadie más que a quién las acostumbra. Ser chileno es agachar la cabeza para aceptar como propio algo que un grupo de hombres sabios define característico. Ser chileno es no tener personalidad.

Luego de una o dos semanas del terremoto, ocurrió la observación de las banderas. Esas dos banderas colosales que flameaban en la Plaza frente a la catedral, orgullosas y a la par. El amarillo y azul con el blanco, azul y rojo. Ambas banderas, de nuestra ciudad maltratada y de esa abstracción teórica que alguien propuso como nuestro país. Esas dos banderas que tenían un lugar de igualdad para quienes las observábamos desde la calle, pero que un día, sin que yo sepa quién ni por qué, pasaron a ser solo una. Alguien bajó la bandera de mi ciudad mártir y dejó sólo la bandera del Chile unitario y en las nubes. Ahí se está aún destiñendo ésa bajo el sol que no quiere dejar de brillar, a pesar de que ya debió entrar con fuerza el invierno. Y ahí surge la segunda pregunta. ¿Qué somos primero? ¿Penquistas o chilenos?

Yo, he nacido, vivido, crecido, aprendido, todo, en esta misma ciudad. Espero poder quedarme aquí además por el resto de mi vida. Yo soy un penquista, siempre lo he sido, y es parte de lo que me define a mí como individuo. ¿Por qué entonces debo renunciar a mi bandera flameante en la plaza? Si de mí dependiera, en esa Plaza Independencia, flamearía orgullosa la bandera de Concepción y no ese trapo que copiaron de la Francia unitaria. Alguien tomó una mala decisión hace 190 años, y debemos seguir nosotros cargando con las consecuencias. Si he de sacrificar algo, prefiero sacrificar esa abstracción absurda y ajena que es Chile y no mi felicidad inmediata que es mi Concepción herido.

Remar contra la corriente es difícil. Pero seguir dejándose llevar sólo acabará con mi cuerpo rebentado en las rocas bajo una cascada, o perdido en el inmenso océano donde ninguna gota es más relevante que la del lado. Nadar contra la corriente podrá hacer que me ahogue, pero contra eso puedo luchar. Sólo depende de cuán bien sepa nadar y no de qué tan alta es la catarata.

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