Cada atardecer, cuatro ancianas hermanas bajaban a la playa. Sus figuras encorvadas se turnaban para transportar los leños con los que encendían, cada atardecer, una vistosa fogata. Los habitantes de la caleta cercana las tildaban de brujas y les otorgaban misteriosos poderes. La menor de las hermanas, decían, poseía el don de convocar la oscuridad durante los días claros. La segunda hermana poseía la habilidad de, aprovechando la oscuridad, sembrar la duda entre los hombres. Desde la duda y el caos, la tercera hermana construía el conflicto y la inquina. Sin embargo, era la mayor de las hermanas la más poderosa y misteriosa. Le apodaban Lapeyüm, que significa "la causa de la muerte", pues, se decía, podía juzgar a los justos como falsos y a los falsos como justos para embarcarlos hacia el olvido. Se distinguía además de sus hermanas por su blanca y larga cabellera. Decían los hombres ancianos de la caleta que las hermanas hablaban de manera alternada, complementando una lo que la otra decía, como si fuesen una única mente con distintas bocas. A pesar de esto, la mayor jamás pronunciaba palabra alguna. Aseguraban que una única vez se le escuchó y sólo provocada por la espada de un viajero vestido de acero.
Eran pocos los osados que se atrevían a husmear por aquella playa al atardecer. Esto daba pie a que existiesen distintas versiones sobre el origen y motivos de las cuatro hermanas. De cualquier forma, lo cierto era, y esto saltaba a la vista decían en el poblado, que las hermanas bajaban cada atardecer a la playa y encendían un luminoso fuego. Si bien todos en la caleta recordaban alguna vez al menos haberlas visto salir de los espesos bosques y caminar lentamente hacia la playa, nadie tenía memoria de haberlas visto internarse nuevamente en la selva cuando se extinguía el fuego. Pudiere ser, naturalmente, que la noche impidiera hacerlo. Pero, los años pasaban y pasaban, y nunca nadie las vio volver a los bosques. Por el contrario, algunos imprudentes pescadores que lanzaban sus redes hasta después de caer el sol, aseguraban que cuando el fuego se extinguía, cuatro ballenas, una de ellas blanca y jorobada, nadaban siempre en dirección a la isla frente a las costas de la caleta.
La isla estaba cubierta por una espesa vegetación. Desde la costa se le veía como una pequeña cordillera, cubierta de un profundo verde. Un verde que muchas veces se confundía en pleno día por negro. Al rededor de toda la isla se extendía una playa de arenas y piedras blancas y grises. Daba la impresión de que el frío de las mañanas de invierno emanaba todo desde las arenas de la isla. Hacia el norte, el pálido paisaje era mucho más amplio y daba espacio a un roquerío que albergaba un pequeño muelle para las embarcaciones que visitaban la isla desde el continente. Existían en esta zona un pequeño poblado, gemelo por así decirlo de la caleta en el continente. Los habitantes de la isla eran en todo sentido iguales a sus vecinos, salvo en cierto aspecto espectral que parecía conferirles su entorno.
No era solamente la palidez de sus rostros que reflejaba el gris de las piedras de la playa. Existía algo más en esas miradas casi inexpresivas, casi inhertes, que saludaban al viajero con una frialdad que tocaba los huesos. Desde el continente, la isla se veía todas las mañanas, durante todo el año, cubierta por una espesa niebla blanca. Ésta sólo disipaba con el sol de mediodía y gracias al fuerte viento que llegaba desde el sur. Existía además una antigua creencia que las almas, al morir los cuerpos, abandonaban esas costas para dirigirse hacia un país más allá del mar hacia el oeste. Así, los isleños eran quienes más cerca estaban del país de las almas y por tanto los apodaban como los hombres del oeste. Detenidos por esta superstición, eran pocos los habitantes de la caleta que se aventuraban libremente en la isla. No era menester de los vivos, decían, interrumpir las labores de quienes se disponen a partir de estas tierras.
Pasaron muchos años, casi incontables, y las hermanas no fallaron nunca en encender sus fogatas. Todas las noches se las veía bajar a la playa con los leños y, pacientemente, encender fuego sobre la arena blanca. En la isla, los hombres y mujeres mantuvieron todo ese tiempo su gélida distancia con los habitantes del continente. Así fue todas las tardes hasta que un día, desde el norte, un grupo extraño vino a interrumpir su ritual. "¡Tambor, tambor! El rey llegó" - exclamó una de las hermanas al escucharlos venir. Vestían relucientes armaduras y portaban armas nunca antes vistas en esas tierras. Las hermanas menores danzaban al rededor del fuego que aún no terminaba de encender, mientras la mayor observaba en silencio desde un alto. El líder de la expedición, al verlas y sorprendido por su extraño aspecto las inquirió: "¡Hablad si podéis! ¡Decidnos qué sois". A lo que las hermanas replicaron una después de la otra: "¡Salve Conquistador! ¡Hidalgo de la Nueva Villa!", "¡Salve Fundador! ¡Gobernador de la Concepción!", "¡Salve Siervo! ¡Tú que llegaste para reinar!"
La comitiva quedó estupefacta ante estas palabras. Una mezcla de temor y asombro se reflejó en sus rostros endurecidos por el largo viaje. Sólo la mayor de las hermanas parecía no tener expresión alguna y observaba desde el claroscuro que el fuego y la niebla creaban, sin decir palabra. Uno de los soldados, movido quizás por la curiosidad, pero sobre todo por una altanera imprudencia la inquirió:
"En el nombre de la verdad, hablad, ¿sois vosotras fantasía o reales como os presentáis? A mi noble compañero saludáis por su título y auguráis un futuro real que pareciere dejarlo sin aliento. A mí sin embargo no me habláis. Habladme, si podéis ver en las semillas del tiempo y revelar qué grano crecerá, que no temo vuestro odio ni anhelo vuestros favores."
Pero en este punto la historia dio un vuelco. Las hermanas ignoraron al segundo hombre para centrarse en un muchacho que apenas sobrepasaba los once años de edad. Era éste un mocito granado, con una gallarda figura para su escasa edad y, si bien viajaba como sirviente, tenía una mirada viva, aguerrida y belicosa. Su moreno torso desnudo contrastaba con las brillantes armaduras de sus amos como el día con la noche. A él se dirigieron las tres hermanas esta vez, sin reparar en los demás miembros de la delegación.
"¡Salve!", dijo la primera, "¡Salve!", prosiguió su hermana y "¡Salve! Pequeño Halcón Veloz" terminó la tercera. "Inferior al Conquistador, pero aún más grande". "No tan dichoso, pero aún más". "Tú que engendrarás hombres libres, pero no lo serás". Y luego las tres hermanas al unísono exclamaron "Así ¡salve al Conquistador y salve al Libertador!", "¡Salve Valdivia y Leftraru, Salve!".
Lleno de ira por tal desagravio, el soldado no contuvo su cólera y desenfundó su espada. Con ella se abalanzó sobre la mayor de las hermanas y la forzó violentamente al suelo con la hoja sedienta en la garganta. "¿Vos no tenéis nada que decir?" - le gritaba fuera de sí. La mayor de las hermanas explotó en una siniestra carcajada y habló por vez primera:
"Hasta el gavilán está harto de graznar por vuestra fatídica entrada en mis dominios. Ha mucho tiempo que los espíritus que sirven a la muerte me despojaron, si es que alguna vez lo tuve, de mi sexo; me llenaron desde la blanca corona hasta mis endurecidos pies de la crueldad más desesperada; hicieron mi sangre espesa para impedir cualquier acceso y pasaje al remordimiento y a cualquier indicio sentimental que pudiere entrometerse entre mi designio y su consecuencia. Ha mucho tiempo que Heraldos Negros visitaron mis pechos para cambiar la leche por hiel; que la noche espesa vino a cubrirme con la negra niebla del infierno para que mi puñal no vea la herida que hace ni vengan desde los cielos tontos piadosos a intentar detenerme."
"¿Y tú me amenazas? Tú, miserable. Tú, que crees que puedes construir un destino cuando ya todo fue predicho. Tú, que no sabes que yo nací un día que Dios estuvo enfermo. Tú debieres temblar en esta hora funesta. No sólo por tu presente, sino por todos los presentes que serán. Porque no habrá de llegar un tiempo donde los hombres dejen de llorar mi nombre. Ni habrá de llegar tampoco un día que yo no pueda transformar en noche. Porque su vida, no es sino un pretexto para mi gloria. Porque está escrito desde el comiezo que todo cuanto es, lo es para perecer. Y todo lo que nace comienza a morir."
"Morirás tú y tus compañeros, sin importar cuán grandes sean sus obras. Morirá el Conquistador en manos del Conquistado, cuando por la garganta del sádico baje el oro que tanto buscó. Dos veces morirá también la Ciudad Mártir a manos del muchacho que apenas ves. Y será esta misma ciudad de la Concepción, maldita por su nombre blasfemo, fruto de la codicia y la sangre, el escenario de cientos y miles de tragedias. Desde esta isla que ves frente a nosotras partirán los corsarios a saquearla y arrazarla. Y cuando no hayan más corsarios, será la tierra misma la que yo tome por instrumento. Será el mar de aquella bahía calma el que deje sin vida a los hombres. Y seré yo cada vez que alguien llore por su hermano, la que ría."
"Y lucharán contra mí en vano. Se llevarán a las almas desde este purgatorio al valle bajo el Caracol buscando una desesperada redención. Refundarán su ciudad entre los muertos, en la ciénega que formó el ocaso del gran río. Lucharán entre ustedes una vez más, cuando sus linajes ya se hayan confundido eternamente y sean víctimas y victimarios todos hacedores de mi oráculo. Cuando se escuchen en estas tierras un grito ahogado de libertad, ahí estaré yo para señalarles la pequeñez de sus días. Cuando digan 'allá va la muerte, me está esperando', ahí viviré yo, cuando ustedes mueran uno a uno, o todos de una vez."
"Ahí estaré yo cuando Ismael navegue por estas aguas. Cuando intente, como tú miserable, amenazarme con su arpón frenético. Ahí estaré yo riendo de su imprudencia, de su ceguera, de su obstinada demencia, de su inconsciencia enferma. Porque si Dios lo perdonó a él, a su padre o a su hermano, fui yo quién desoyó el mandato de los cielos para arrastrarlo al olvido. A él, a toda su nación, la de su hermano y la de todos los hijos de Abraham."
"Porque, ¿qué son ustedes si no el escenario del vacío? ¿Qué son ustedes si no la causa de muerte? ¿Qué son sus vidas si no el santuario del dolor? Bien se les llamó a habitar un valle de lágrimas. Porque es una tragedia sin consuelo el ser que ya no es. El ser que es siempre sólo un estar. El ser que siempre apenas estuvo."
"Ni siquiera cuando los siglos les den alas podrán escapar de mi promesa. Yacerán en estas aguas sus cuerpos olvidados, los justos por falsos y los falsos por justos, porque así lo designo yo, a pesar de su triste oposición. Quienes vuelen sobre estas aguas sabrán también que su último dolor es todo cuanto hay. Y lo sabrán a la par sus hermanos y amigos, sus madres y amadas, sus hijos y nietos. Que vivir es siempre morir y la muerte, la verdadera vida."
Una intensa pero fría luz emanaba de la mayor cuando terminó de decir estas palabras. La cegadora claridad de su cuerpo blanco cubría la playa opacando incluso la fogata que todas las tardes prendieron. El frío se apoderaba de los corazones de los invasores y ahogaba a las brasas. La mujer se levantó lentamente mientras el joven español temblaba de miedo y dejaba caer su espada. El sonido del metal sobre la piedra no se escuchó pues el mundo parecía en pausa ante la sobrecojedora presencia de la bruja. El negro de sus pupilas la abandonó como un oscuro humo que flotó hasta entrar en los ojos del arrogante muchacho. Todos los miembros de la expedición vieron cómo la vida del soldado se escapaba y las pupilas de la bruja se tornaban amarillas como el oro. Cuando su cuerpo cayó pesadamente sobre las rocas, las mujeres ya se habían desvanecido para siempre de esas costas. La intensa luz que cubría todo desapareció instantáneamente dejando tras de sí sólo un frío espectral, la oscuridad y el eco de la armadura del soldado al golpear contra las rocas.
En la caleta dicen que después de esto nunca se volvió a ver las hermanas. Pero que a veces, cuando la luna se acerca demasiado a la tierra y colma el cielo claro con su frío rostro, se puede ver en la isla una fogata que marca la ruta de cuatro ballenas que llevan a las almas hacia el oeste. Todavía hoy algunas viejas supersticiosas del poblado guardan la esperanza vana de que San Nicolás de Tolentino consuele a los muertos que aguardan en el purgatorio de Isla Mocha.
Eran pocos los osados que se atrevían a husmear por aquella playa al atardecer. Esto daba pie a que existiesen distintas versiones sobre el origen y motivos de las cuatro hermanas. De cualquier forma, lo cierto era, y esto saltaba a la vista decían en el poblado, que las hermanas bajaban cada atardecer a la playa y encendían un luminoso fuego. Si bien todos en la caleta recordaban alguna vez al menos haberlas visto salir de los espesos bosques y caminar lentamente hacia la playa, nadie tenía memoria de haberlas visto internarse nuevamente en la selva cuando se extinguía el fuego. Pudiere ser, naturalmente, que la noche impidiera hacerlo. Pero, los años pasaban y pasaban, y nunca nadie las vio volver a los bosques. Por el contrario, algunos imprudentes pescadores que lanzaban sus redes hasta después de caer el sol, aseguraban que cuando el fuego se extinguía, cuatro ballenas, una de ellas blanca y jorobada, nadaban siempre en dirección a la isla frente a las costas de la caleta.
La isla estaba cubierta por una espesa vegetación. Desde la costa se le veía como una pequeña cordillera, cubierta de un profundo verde. Un verde que muchas veces se confundía en pleno día por negro. Al rededor de toda la isla se extendía una playa de arenas y piedras blancas y grises. Daba la impresión de que el frío de las mañanas de invierno emanaba todo desde las arenas de la isla. Hacia el norte, el pálido paisaje era mucho más amplio y daba espacio a un roquerío que albergaba un pequeño muelle para las embarcaciones que visitaban la isla desde el continente. Existían en esta zona un pequeño poblado, gemelo por así decirlo de la caleta en el continente. Los habitantes de la isla eran en todo sentido iguales a sus vecinos, salvo en cierto aspecto espectral que parecía conferirles su entorno.
No era solamente la palidez de sus rostros que reflejaba el gris de las piedras de la playa. Existía algo más en esas miradas casi inexpresivas, casi inhertes, que saludaban al viajero con una frialdad que tocaba los huesos. Desde el continente, la isla se veía todas las mañanas, durante todo el año, cubierta por una espesa niebla blanca. Ésta sólo disipaba con el sol de mediodía y gracias al fuerte viento que llegaba desde el sur. Existía además una antigua creencia que las almas, al morir los cuerpos, abandonaban esas costas para dirigirse hacia un país más allá del mar hacia el oeste. Así, los isleños eran quienes más cerca estaban del país de las almas y por tanto los apodaban como los hombres del oeste. Detenidos por esta superstición, eran pocos los habitantes de la caleta que se aventuraban libremente en la isla. No era menester de los vivos, decían, interrumpir las labores de quienes se disponen a partir de estas tierras.
Pasaron muchos años, casi incontables, y las hermanas no fallaron nunca en encender sus fogatas. Todas las noches se las veía bajar a la playa con los leños y, pacientemente, encender fuego sobre la arena blanca. En la isla, los hombres y mujeres mantuvieron todo ese tiempo su gélida distancia con los habitantes del continente. Así fue todas las tardes hasta que un día, desde el norte, un grupo extraño vino a interrumpir su ritual. "¡Tambor, tambor! El rey llegó" - exclamó una de las hermanas al escucharlos venir. Vestían relucientes armaduras y portaban armas nunca antes vistas en esas tierras. Las hermanas menores danzaban al rededor del fuego que aún no terminaba de encender, mientras la mayor observaba en silencio desde un alto. El líder de la expedición, al verlas y sorprendido por su extraño aspecto las inquirió: "¡Hablad si podéis! ¡Decidnos qué sois". A lo que las hermanas replicaron una después de la otra: "¡Salve Conquistador! ¡Hidalgo de la Nueva Villa!", "¡Salve Fundador! ¡Gobernador de la Concepción!", "¡Salve Siervo! ¡Tú que llegaste para reinar!"
La comitiva quedó estupefacta ante estas palabras. Una mezcla de temor y asombro se reflejó en sus rostros endurecidos por el largo viaje. Sólo la mayor de las hermanas parecía no tener expresión alguna y observaba desde el claroscuro que el fuego y la niebla creaban, sin decir palabra. Uno de los soldados, movido quizás por la curiosidad, pero sobre todo por una altanera imprudencia la inquirió:
"En el nombre de la verdad, hablad, ¿sois vosotras fantasía o reales como os presentáis? A mi noble compañero saludáis por su título y auguráis un futuro real que pareciere dejarlo sin aliento. A mí sin embargo no me habláis. Habladme, si podéis ver en las semillas del tiempo y revelar qué grano crecerá, que no temo vuestro odio ni anhelo vuestros favores."
Pero en este punto la historia dio un vuelco. Las hermanas ignoraron al segundo hombre para centrarse en un muchacho que apenas sobrepasaba los once años de edad. Era éste un mocito granado, con una gallarda figura para su escasa edad y, si bien viajaba como sirviente, tenía una mirada viva, aguerrida y belicosa. Su moreno torso desnudo contrastaba con las brillantes armaduras de sus amos como el día con la noche. A él se dirigieron las tres hermanas esta vez, sin reparar en los demás miembros de la delegación.
"¡Salve!", dijo la primera, "¡Salve!", prosiguió su hermana y "¡Salve! Pequeño Halcón Veloz" terminó la tercera. "Inferior al Conquistador, pero aún más grande". "No tan dichoso, pero aún más". "Tú que engendrarás hombres libres, pero no lo serás". Y luego las tres hermanas al unísono exclamaron "Así ¡salve al Conquistador y salve al Libertador!", "¡Salve Valdivia y Leftraru, Salve!".
Lleno de ira por tal desagravio, el soldado no contuvo su cólera y desenfundó su espada. Con ella se abalanzó sobre la mayor de las hermanas y la forzó violentamente al suelo con la hoja sedienta en la garganta. "¿Vos no tenéis nada que decir?" - le gritaba fuera de sí. La mayor de las hermanas explotó en una siniestra carcajada y habló por vez primera:
"Hasta el gavilán está harto de graznar por vuestra fatídica entrada en mis dominios. Ha mucho tiempo que los espíritus que sirven a la muerte me despojaron, si es que alguna vez lo tuve, de mi sexo; me llenaron desde la blanca corona hasta mis endurecidos pies de la crueldad más desesperada; hicieron mi sangre espesa para impedir cualquier acceso y pasaje al remordimiento y a cualquier indicio sentimental que pudiere entrometerse entre mi designio y su consecuencia. Ha mucho tiempo que Heraldos Negros visitaron mis pechos para cambiar la leche por hiel; que la noche espesa vino a cubrirme con la negra niebla del infierno para que mi puñal no vea la herida que hace ni vengan desde los cielos tontos piadosos a intentar detenerme."
"¿Y tú me amenazas? Tú, miserable. Tú, que crees que puedes construir un destino cuando ya todo fue predicho. Tú, que no sabes que yo nací un día que Dios estuvo enfermo. Tú debieres temblar en esta hora funesta. No sólo por tu presente, sino por todos los presentes que serán. Porque no habrá de llegar un tiempo donde los hombres dejen de llorar mi nombre. Ni habrá de llegar tampoco un día que yo no pueda transformar en noche. Porque su vida, no es sino un pretexto para mi gloria. Porque está escrito desde el comiezo que todo cuanto es, lo es para perecer. Y todo lo que nace comienza a morir."
"Morirás tú y tus compañeros, sin importar cuán grandes sean sus obras. Morirá el Conquistador en manos del Conquistado, cuando por la garganta del sádico baje el oro que tanto buscó. Dos veces morirá también la Ciudad Mártir a manos del muchacho que apenas ves. Y será esta misma ciudad de la Concepción, maldita por su nombre blasfemo, fruto de la codicia y la sangre, el escenario de cientos y miles de tragedias. Desde esta isla que ves frente a nosotras partirán los corsarios a saquearla y arrazarla. Y cuando no hayan más corsarios, será la tierra misma la que yo tome por instrumento. Será el mar de aquella bahía calma el que deje sin vida a los hombres. Y seré yo cada vez que alguien llore por su hermano, la que ría."
"Y lucharán contra mí en vano. Se llevarán a las almas desde este purgatorio al valle bajo el Caracol buscando una desesperada redención. Refundarán su ciudad entre los muertos, en la ciénega que formó el ocaso del gran río. Lucharán entre ustedes una vez más, cuando sus linajes ya se hayan confundido eternamente y sean víctimas y victimarios todos hacedores de mi oráculo. Cuando se escuchen en estas tierras un grito ahogado de libertad, ahí estaré yo para señalarles la pequeñez de sus días. Cuando digan 'allá va la muerte, me está esperando', ahí viviré yo, cuando ustedes mueran uno a uno, o todos de una vez."
"Ahí estaré yo cuando Ismael navegue por estas aguas. Cuando intente, como tú miserable, amenazarme con su arpón frenético. Ahí estaré yo riendo de su imprudencia, de su ceguera, de su obstinada demencia, de su inconsciencia enferma. Porque si Dios lo perdonó a él, a su padre o a su hermano, fui yo quién desoyó el mandato de los cielos para arrastrarlo al olvido. A él, a toda su nación, la de su hermano y la de todos los hijos de Abraham."
"Porque, ¿qué son ustedes si no el escenario del vacío? ¿Qué son ustedes si no la causa de muerte? ¿Qué son sus vidas si no el santuario del dolor? Bien se les llamó a habitar un valle de lágrimas. Porque es una tragedia sin consuelo el ser que ya no es. El ser que es siempre sólo un estar. El ser que siempre apenas estuvo."
"Ni siquiera cuando los siglos les den alas podrán escapar de mi promesa. Yacerán en estas aguas sus cuerpos olvidados, los justos por falsos y los falsos por justos, porque así lo designo yo, a pesar de su triste oposición. Quienes vuelen sobre estas aguas sabrán también que su último dolor es todo cuanto hay. Y lo sabrán a la par sus hermanos y amigos, sus madres y amadas, sus hijos y nietos. Que vivir es siempre morir y la muerte, la verdadera vida."
Una intensa pero fría luz emanaba de la mayor cuando terminó de decir estas palabras. La cegadora claridad de su cuerpo blanco cubría la playa opacando incluso la fogata que todas las tardes prendieron. El frío se apoderaba de los corazones de los invasores y ahogaba a las brasas. La mujer se levantó lentamente mientras el joven español temblaba de miedo y dejaba caer su espada. El sonido del metal sobre la piedra no se escuchó pues el mundo parecía en pausa ante la sobrecojedora presencia de la bruja. El negro de sus pupilas la abandonó como un oscuro humo que flotó hasta entrar en los ojos del arrogante muchacho. Todos los miembros de la expedición vieron cómo la vida del soldado se escapaba y las pupilas de la bruja se tornaban amarillas como el oro. Cuando su cuerpo cayó pesadamente sobre las rocas, las mujeres ya se habían desvanecido para siempre de esas costas. La intensa luz que cubría todo desapareció instantáneamente dejando tras de sí sólo un frío espectral, la oscuridad y el eco de la armadura del soldado al golpear contra las rocas.
En la caleta dicen que después de esto nunca se volvió a ver las hermanas. Pero que a veces, cuando la luna se acerca demasiado a la tierra y colma el cielo claro con su frío rostro, se puede ver en la isla una fogata que marca la ruta de cuatro ballenas que llevan a las almas hacia el oeste. Todavía hoy algunas viejas supersticiosas del poblado guardan la esperanza vana de que San Nicolás de Tolentino consuele a los muertos que aguardan en el purgatorio de Isla Mocha.